Pasan tantas cosas que algunas terribles y peligrosísimas quedan en segundo plano. En tiempos de genocidio televisado parece que no nos quede capacidad de indignación ante violencias más cercanas. En Galicia, un local que se iba a destinar a acoger a menores extranjeros fue atacado con cócteles molotov. Me apena decirlo, pero el impacto de la noticia no sería el mismo si en vez de “menores migrantes” se anunciara que el centro era simplemente de “menores”. Así enturbia el racismo, nuestra capacidad de ponernos en el sitio de los desamparados. Esos chicos, adolescentes, algunos casi niños, por el simple hecho de haber nacido fuera, son vistos de un modo muy distinto a como se ven los adolescentes y niños que consideramos “nuestros”. Pero todos tienen en común el transitar por ese momento vital en el que necesitan ser amparados, si no es por la familia biológica, por unas instituciones en quienes depositamos el deber de socorrer a los desprotegidos. Los que no se inmutan ante la gravedad del suceso puede que sea porque creen que no va con ellos. No son niños, son inmigrantes, invasores que vienen a robar y a delinquir como les ha repetido la extrema derecha. Pero esos cócteles molotov en realidad van se lanzan contra un pilar fundamental de nuestra sociedad, pretenden incendiar y destruir un logro en materia de derechos que se tardó siglos en conquistar: la protección de los que aún no son adultos. Por eso esas bombas pueden perjudicar a unas decenas de menores que acaban de llegar, pero a quien más perjudica es a todos nosotros, a quienes creemos que la infancia es sagrada y que hay que defenderla por encima de cualquier otra consideración.
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